Los sistemas de producción y consumo de alimentos han estado siempre socialmente organizados, pero sus formas han variado históricamente. En las últimas décadas, bajo el impacto de las políticas neoliberales, la lógica capitalista se ha impuesto, cada vez más, en la forma en que se produce y se distribuyen los alimentos (Bello, 2009)/1.
Con el presente artículo queremos analizar el impacto de estas políticas agroindustriales en las mujeres y el papel clave que desempeñan las mujeres campesinas, tanto en los países del Norte como del Sur, en la producción y la distribución de los alimentos. Asimismo, analizaremos como una propuesta alternativa al modelo agrícola dominante necesariamente tiene que incorporar una perspectiva feminista y cómo los movimientos sociales que trabajan en esta dirección, a favor de la soberanía alimentaria, apuestan por incluirla.
Campesinas e invisibles
En los países del Sur, las mujeres son las principales productoras de comida, las encargadas de trabajar la tierra, mantener las semillas, recolectar los frutos, conseguir agua, cuidar del ganado… Entre un 60 y un 80% de la producción de alimentos en estos países recae en las mujeres, un 50% a nivel mundial (FAO, 1996). Éstas son las principales productoras de cultivos básicos como el arroz, el trigo y el maíz, que alimentan a las poblaciones más empobrecidas del Sur global. Pero a pesar de su papel clave en la agricultura y en la alimentación, ellas son, junto a los niños y niñas, las más afectadas por el hambre.
Las mujeres campesinas se han responsabilizado, durante siglos, de las tareas domésticas, del cuidado de las personas, de la alimentación de sus familias, del cultivo para el auto-consumo y de los intercambios y la comercialización de algunos excedentes de sus huertas, cargando con el trabajo reproductivo, productivo y comunitario, y ocupando una esfera privada e invisible. En cambio, las principales transacciones económicas agrícolas han estado, tradicionalmente, llevadas a cabo por los hombres, en las ferias, con la compra y venta de animales, la comercialización de grandes cantidades de cereales… ocupando la esfera pública campesina.
Esta división de roles, asigna a las mujeres el cuidado de la casa, de la salud, de la educación y de sus familias y otorga a los hombres el manejo de la tierra y de la maquinaria, en definitiva de la “técnica”, y mantiene intactos los papeles asignados como masculinos y femeninos, y que durante siglos, y aún hoy, perduran en nuestras sociedades (Oceransky Losana, 2006).
Si miramos las cifras, éstas hablan por si solas. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) (1996), en mucho países de África las mujeres representan el 70% de la mano de obra en el campo; se encargan, en un 90%, del suministro de agua en los hogares; son las responsables, entre un 60 y un 80%, de la producción de los alimentos para el consumo familiar y la venta; y realizan el 100% del procesamiento de los alimentos, el 80% de las actividades de almacenamiento y transporte de comida y el 90% de las labores de preparación de la tierra. Unas cifras ponen de relieve el papel crucial que las mujeres africanas tienen en la producción agrícola a pequeña escala y en el mantenimiento y la subsistencia familiar.
Sin embargo, en muchas regiones del Sur global, en América Latina, África subsahariana y sur de Asia, existe una notable “feminización” del trabajo agrícola asalariado, especialmente en los sectores orientados a la exportación no tradicional (Fraser, 2009). Entre 1994 y 2000, según White y Leavy (2003), las mujeres ocuparon un 83% de los nuevos empleos en el sector de la exportación agrícola no tradicional. De este modo, muchas mujeres accedieron por vez primera a un puesto de trabajo remunerado, con ingresos económicos que les permitieron un mayor poder en la toma de decisiones y la posibilidad de participar en organizaciones al margen del hogar familiar (Fraser, 2009). Pero esta dinámica va acompañada de una marcada división de género en los puestos de trabajo: en las plantaciones las mujeres realizan las tareas no cualificadas, como la recogida y el empaquetado, mientras que los hombres llevan a cabo la cosecha y la plantación.
Esta incorporación de la mujer al ámbito laboral remunerado implica una doble carga de trabajo para las mujeres, quienes siguen llevando a cabo el cuidado de sus familiares a la vez que trabajan para obtener ingresos, mayoritariamente, en empleos precarios. Éstas cuentan con unas condiciones laborales peores que las de sus compañeros recibiendo una remuneración económica inferior por las mismas tareas y teniendo que trabajar más tiempo para percibir los mismos ingresos. En la India, por ejemplo, el salario medio por el trabajo ocasional en la agricultura para las mujeres es un 30% inferior al de los hombres (Banco Mundial, 2007). En el Estado español, las mujeres cobran un 30% menos y esta diferencia puede llegar al 40% (Oceransky Losana, 2006).
Impacto de las políticas neoliberales
La aplicación de los Programas de Ajuste Estructural (PAE), en los años 80 y 90, en los países del Sur por parte del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, para que éstos pudieran hacer frente al pago de la deuda externa, agravó aún más las ya de por si difíciles condiciones de vida de la mayor parte de la población en estos países y golpeó, de forma especialmente dura, a las mujeres.
Las medidas de choque impuestas por los PAE consistieron en forzar a los gobiernos del Sur a retirar las subvenciones a los productos de primera necesidad como el pan, el arroz, la leche, el azúcar…; se impuso una reducción drástica del gasto público en educación, sanidad, vivienda, infraestructuras…; se forzó la devaluación de la moneda nacional, con el objetivo de abaratar los productos destinados a la exportación pero disminuyendo la capacidad de compra de la población autóctona; aumentaron los tipos de interés con el objetivo de atraer capitales extranjeros con una alta remuneración, generando una espiral especulativa, etc. En definitiva, una serie de medidas que sumieron en la pobreza más extrema a las poblaciones de estos países (Vivas, 2008).
Las políticas de ajustes y las privatizaciones repercutieron de forma particular sobre las mujeres. Como señalaba Juana Ferrer, responsable de la Comisión Internacional de Género de La Vía Campesina: “En los procesos de privatización de los servicios públicos las más afectadas hemos sido las mujeres, sobre todo en campos como la salud y la educación, ya que las mujeres, históricamente, cargamos con las responsabilidades familiares más fuertes. En la medida en que no tenemos acceso a los recursos y a los servicios públicos, se torna más difícil tener una vida digna para las mujeres” (La Vía Campesina, 2006: 30).
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martes, 21 de febrero de 2012
Soberanía alimentaria, una perspectiva feminista
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